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viernes, 13 de agosto de 2010

Un clásico: Nueve semanas y media

Se está vistiendo de nuevo, tras terminar de fregar los platos de la cena: un traje distinto, aunque de idéntico corte que el que se quitó hace dos horas, ahora gris oscuro en vez de azul oscuro. Una camisa limpia, azul pálido, gemela de la que yo llevo puesta, una corbata de seda gris con pequeñas motas rojo vino que forman dibujos en forma de diamante.
-Me gustaría que hicieras una cosa antes de que me marche -dice.
Me conduce al dormitorio y dice:
-Túmbate.
Me ata los tobillos al pie de la cama, la muñeca izquierda al cabezal. Se sienta en la cama a mi lado. Desliza la mano derecha por mi muslo derecho, me frota el hueso de la cadera con la palma de la mano, me cepilla la piel del estómago con esa parte de la mano con que los orientales de la televisión propinan golpes de karate. Deja un instante el pulgar sobre mi ombligo, presionando con infinita dulzura; después, desabrocha los dos botones de la camisa que yo llevaba abrochados y separa lentamente la tela a ambos lados. Las mangas de la chaqueta de su traje me rozan los pezones.
Mi respiración ha sido irregular desde que me ha dicho que me tumbara; cada vez que me toca retengo el aliento. Respiro deprisa y superficialmente hasta que vuelve a tocarme. No puedo mantener la cabeza quieta sobre la almohada. Coge mi mano libre, la derecha. Sosteniéndola por la palma, sin dejar de mirarme, me chupa los dedos, uno por uno, hasta que gotea saliva. Me pone mi propia mano entre las piernas y dice:
-Me gustaría ver cómo te tocas hasta correrte.
Está sentado cómoda y tranquilamente, con una pierna cruzada sobre la otra, las rayas de su traje, recién llegado del tinte, bien marcadas. No intento mover la mano. Espera.
-No lo comprendes -mi voz suena cascada-. nunca...
Guarda silencio.
-Nunca lo he hecho delante de alguien-. Me da vergüenza.
Coge el paquete de Winston de la mesilla. se lleva un cigarrillo a la boca, lo enciende, aspira ineptamente, bizqueando, lo pone entre mis labios. En seguida tengo que mover la mano para sostener el cigarrillo.
-Le da vergüenza -repite. Su tono de voz es suave, sin el menor timbre burlón, y no hay rastro de enfado en lo que dice después.
-Eres un poco tonta, ¿no? Todavía no te has enterado de qué va lo nuestro.
Sin tocar el cigarrillo, me quita el reloj de la muñeca libre.
-Estaré de vuelta en un par de horas, a más tardar.
Apaga la lámpara de la mesilla, después la lámpara de la esquina y cierra sin ruido la puerta del dormitorio.
Estoy trastornada y, de momento, lo que más me preocupa es poder encender otro cigarrillo después de éste. En la mesilla están el plato que uso como cenicero y el paquete de Winston, pero él se ha metido en el bolsillo el encendedor que se compró para encender mis cigarrillos. No hay cerillas a la vista. Sostengo el cigarrillo medio consumido con un lado de la boca, cojo el paquete, saco un cigarrillo, me pongo el paquete en el estómago, coloco el cenicero al lado de mi cadera derecha. Tras torpes giros, tensiones y esfuerzos del cuerpo, consigo lo que quería, aunque no sin aplastar el paquete de cigarrillos al darme la vuelta ; transfiero el cigarrillo a medio fumar a la mano atada al cabezal, acerco el cigarrillo nuevo al encendido con la mano libre, espero, me lo llevo a la boca. A la tercera, se enciende. No me pregunto por qué mis pensamientos no son lo suficientemente claros como para, simplemente, ponerme el cigarrillo nuevo en la boca y encenderlo con el otro; tampoco me pregunto por qué no me desato; pues podría hacerlo con más facilidad y sin duda más aprisa que la sudorosa chapuza que acabo de inventarme.
El rostro me arde de nuevo al pensar que él -que cualquiera- pudiera verme. Pienso que es la primera vez que he dicho que no. No tiene sentido, es puro melodrama. Le he explicado algo, eso es todo, algo que no sabía de mí.
-Sabe que haré lo que haga falta -dijo en voz alta, aunque vacilante, al leve zumbido del acondicionador de aire, a las sombras del techo, a la forma de su elevada cómoda. Me impresiona haber sido yo quien ha pronunciado las palabras que ahora resuenan en mis oídos. Trato de pensar qué no haría. Una vez, inicié un coito anal con alguien, me dolió y lo dejamos... pero sin duda volvería a intentarlo con él, si él quisiera. He leído que hay gente que se orina y se caga mutuamente. Nunca lo he hecho, y sólo con pensarlo me dan ganas de devolver... Estoy segura de que él tampoco querría hacerlo. Pero ¿qué habría dicho yo hace tan sólo unas semanas si me hubiesen propuesto atarme y pegarme? ¿Y qué más da la forma en que hace que me corra y me masturbe delante de él, si eso le gusta? Pero la vergüenza me achica los ojos hasta cerrarlos. me enfría las piernas, me hace rechinar los dientes.
-Hace casi diez años, una buena amiga mía me había descrito cómo se masturbaban ella y su amante cuando estaban juntos y cuánto le gustaba.
-No te preocupes -me había dicho cuando repuse, sin vacilar, espontáneamente horrorizada, que no sería capaz de hacer aquello, que jamás lo haría.
-Es tu manía particular. Todos tenemos manías. Yo no puedo soportar que un hombre me meta la lengua en la oreja, me pone los pelos de punta. Se había reído a carcajadas. Ahora hablo en voz alta.
-Manía. Mi manía.
Inmediatamente, respeto la palabra. Ya no es un cajón de sastre anónimo y sin sentido, un espectro oscuro repentinamente preciso: patíbulos en los mercados, linchamientos a mediodía.
En ese instante, entra por la puerta.
Enciende la luz de la mesilla, me pone de nuevo el reloj en la muñeca, pasa cuidadosamente la correa por las dos trabillas; nunca tengo la paciencia para hacerlo y siempre lo dejo cuando la correa está asegurada en la primera, por lo que la segunda está rígida por la falta de uso. Dice:
-Empezaste a masturbarte de muy joven.
Me río.
-¿Es una corazonada o una acusación? -pregunto-. ¿Qué tal la reunión?
No responde. Fijo la vista en los tiradores de bronce de la cómoda, grabándolos, perfectamente definidos, en mi mente.
-Supongo que a los seis años, no me acuerdo.
-Y, de adulta, a menudo -me sopla.
Inicio una de las frases que he practicado en su ausencia, frases razonables, frases de adulto: elección y preferencia, y el delicado equilibrio entre intimidad y... Vacilo, olvido los tiradores de bronce, me vuelvo hacia la ventana, abrumada por la necesidad de no mirarle. Me coge la cara con ambas manos y la acerca lentamente al lado de la cama donde está sentado. Habla cuidadosamente:
-Te quiero conmigo, pero no voy a obligarte a que te quedes.
El acondicionador de aire cambia de velocidad, ronronea.


Abro la boca, me pone suavemente un dedo sobre los labios.
-Escucha, así son las cosas entre nosotros. Mientras estés conmigo, harás lo que yo te diga. Mientras estés conmigo -repite simplemente, sin añadir gravedad-, harás lo que yo te diga.
Y, un instante después, disgustado:
-Por el amor de Dios, ¿por qué tanto escándalo?
Y para terminar, como quien no quiere la cosa:
-Podrías intentarlo otra vez. Si quieres, te traigo un poco de crema. Puedo bajar las luces.
-Es lo único -digo, con la cara vuelta hacia la ventana-. Pídeme cualquier otra cosa y la haré.
Levanta el auricular del teléfono junto a la cama, marca de memoria un número, da su nombre, su dirección y la mía, y dice:
-Quince minutos.
Coge la mayor de las maletas del estante superior del armario y la abre en el suelo del dormitorio. He ido trayendo algunas de mis cosas que ahora andan dispersas en distintos puntos de su apartamento: una vez, una gran cesta de paja; otra, un neceser de lona; a veces, simplemente prendas amontonadas en una bolsa de compra. Coge del perchero mi ropa, toda ella en el lado izquierdo del armario, la dobla en dos -sin quitar las perchas de madera- y la dispone ordenadamente en el fondo de la maleta. Un foulard por aquí, otro por allá, la pluma estilográfica que me compró para que dejara de usar la suya, unos cuantos libros del salón, media docena de discos, cuatro pares de zapatos, ropa interior amontonada en el segundo cajón de su cómoda, el frasco sin abrir de Miss Dior que me compró el sábado pasado, otro frasco, casi vacío.
Un viaje a la cocina. Regresa con una gran bolsa de basura, oigo cómo resuenan los objetos de tocado al caer en la bolsa, vuelve al dormitorio, la bolsa ocupa casi toda la maleta. Mi secador de pelo, mi diario, y la maleta se cierra con un chasquido. No ha tardado ni cinco minutos.
Me desata y me frota los tobillos y la muñeca izquierda pausadamente, aunque estuvieran atados lo bastante flojos como para no dejar huella. Me quita cuidadosamente la camisa azul. Ha dejado fuera de la maleta uno de mis jerseys de verano, doblado encima de una silla. Levanto automáticamente los brazos y me pasa la pálida lana por la cabeza. Y una falda gris de hilo. Estoy tan acostumbrada a que me vista que espero a que ponga una rodilla en tierra antes de pasar una pierna por la cintura. Creo no haberle dicho nunca que me pongo las faldas por la cabeza; él piensa en las faldas como si fueran pantalones, por lo que, para él, lo más natural es meter las piernas y tirar la falda hacia arriba. Ha olvidado la ropa interior, desde luego no puedo salir a la calle, a medianoche, con una falda y sin bragas. Enfilo las piernas por la cintura de la falda, le miro levantarse mientras me la sube hasta las caderas; levanta el jersey para cerrar la cremallera del lado izquierdo y afirmar el automático, alisa la delgada lana sobre el hilo crudo.
Después, me enseña las sandalias y me indica con un gesto que me siente en la cama. Le acerco primero un pie y después otro, flexiono el arco, observo cómo mete la sandalia y abrocha la hebilla. Se pone de pie detrás de mí y me cepilla el pelo.
-Te acompaño abajo hasta el taxi. Si encuentro más cosas tuyas, ya te las llevaré.
Su cepillo en mi pelo, las lentas y seductoras caricias, el leve crujido eléctrico. Me doy la vuelta y me aferro a sus muslos. Estoy llorando aparatosamente, como una niña. Se queda muy quieto. Sus dos manos se posan en mi pelo, el cepillo ha caído en la alfombra.
-El taxi llegará en cualquier momento -dice, y el portero llama en ese preciso instante. Levanto la voz:
-No puedes. .
Su voz es inexpresiva en el teléfono interior.
-Ten la amabilidad de decirle que ahora mismo bajo.
Y, dirigiéndose a mí:
-Pensé que habías tomado una decisión.
Entonces, me arrodillo ante él, no para satisfacerle con la boca, como tantas otras veces, sino abyecta, para suplicarle en un modo incoherente:
-Cualquier cosa... por favor.
Y su voz de nuevo en el teléfono interior, sin inflexiones:
-Dale cinco dólares, Ray, y dile que espere, muchas gracias.
Unos pasos, y cruza el recibidor, entra en el dormitorio y profiere un gruñido de matón:
-Muy bien, entonces, hazlo, ahora.
Empuja mi cuerpo boca abajo, y siento en el cuello el roce del dobladillo de la falda. Se quita el anillo, que había sido de su padre, de la mano derecha ; lo tira sobre la cama ; me coge por la garganta con la mano izquierda; utiliza la mano, libre ya del anillo, para abofetearme el rostro, la palma en la mejilla izquierda, el dorso en la derecha, la palma de nuevo en la izquierda.
-Muy bien, vamos a ver cómo lo haces.
Me mete mi propia mano en la boca.
-Dale facilidades, bien mojadita.
Y, con el más suave tono de voz, susurra:
-Te ayudaré un poco, querida, va a ser muy fácil.


Mis muslos se abren, sube el calor bajo su lengua y sólo registro un ligero cambio cuando levanta la cabeza: pone mi mano en ese lugar donde algo que me es tan familiar y contra lo cual no quiero luchar, ha empezado ya y donde mis dedos índice y medio empiezan a deslizarse hacia abajo, como siempre; y me corro.
-Me ha encantado -dice-. Me encanta mirarte la cara. Estás tan extraordinaria cuando te corres, dejas de ser guapa y te transformas en una cosa voraz, con la boca abierta casi hasta desgarrarse.
Y, otra vez, en el recibidor, le oigo decir:
-Dale otros cinco, Ray, y dile que se marche.

Nueve Semanas y Media
Elizabeth Mcneill

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