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miércoles, 8 de septiembre de 2010

Delta de Venus

Había cuatro personas en la habitación: un hombre y una mujer extranjeros, vestidos con discreta elegancia, observaban a dos mujeres que ocupaban la amplia cama. Una de ellas, llena y de tez obscura, era Viviane, que yacía tumbada cuan larga era en el lecho. Sobre ella, a cuatro patas, estaba una magnífica mujer de cutis marfileño, ojos verdes y cabello largo, espeso y rizado. Sus senos eran puntiagudos; su cintura, extremadamente delgada, se abría en un rico despliegue de caderas. Sus formas le daban el aspecto de haber sido moldeada por un corsé. Su cuerpo tenía una suavidad firme y marmórea. Nada en ella era flojo ni colgante, sino que la animaba una fuerza oculta, como la de un puma; sus gestos eran vehementes y extravagantes como los de las mujeres españolas. Se llamaba Bijou.

Ambas formaban una pareja perfecta, sin gazmoñería ni sentimentalismo. Mujeres de acción, que exhibían una sonrisa irónica y una expresión corrom­pida.

El vasco no podía afirmar si fingían gozar o lo hacían de verdad, tan precisos eran sus gestos. Los extranjeros debían haber solicitado ver a un hombre y una mujer, lo que colocó a Maman en un compromiso. Bijou se había tenido que atar un pene de goma que tenía la ventaja de no ponerse nunca fláccido. Hiciera lo que hiciese, el pene seguía en erección, surgiendo de su vello femenino como si estuviera allí clavado.

Acuclillada, Bijou no deslizaba esa virilidad postiza dentro, sino entre las piernas de Viviane, como si estuviera batiendo leche, y Viviane contraía sus extremidades como si la estuviera excitando un hombre de verdad. Pero Bijou no había hecho más que empezar. Parecía empeñada en que Viviane sólo sintiera el pene desde fuera. Lo sostenía como el llamador de una puerta, accionándolo con suavidad contra el vientre y los costados de Viviane. Luego, cariñosamente, la excitaba tocándole el vello y el extremo del clítoris. Al fin, Viviane brincó un poco; Bijou repitió la operación y de nuevo brincó. La mujer extranjera se inclinó entonces sobre la pareja, como si fuera miope, a fin de captar el secreto de aquella sensibilidad. Viviane se revolvió con impaciencia y ofreció su sexo a Bijou.

Tras la cortina, el vasco sonreía ante la excelente exhibición de Viviane. El hombre y la mujer estaban fascinados. Permanecían junto a la cama con los ojos dilatados. Bijou les dijo:

– ¿Quieren ustedes ver cómo hacemos el amor cuando nos sentimos perezosas? –Y ordenó a Viviane–: Vuélvete.

Viviane se volvió del lado derecho. Bijou se echó junto a ella. Viviane cerró los ojos. Entonces con las dos manos, Bijou se abrió paso, separando la carne obscura de las nalgas de Viviane hasta que pudo deslizar entre ellas el pene. Viviane no se mo­vió. Permitió que Bijou empujara. De repente, dio una sacudida, como la coz de un caballo. Bijou, como para castigarla, se retiró. Pero el vasco vio ahora resplandecer el pene de goma, casi como uno real, todavía triunfalmente erecto.

Bijou reanudó su tortura. Tocó la boca de Viviane con el extremo del pene, y después sus orejas y su cuello, hasta que lo dejó descansar entre sus senos. Viviane los juntó, el uno contra el otro, para sostener el miembro. Se movió para unirse al cuerpo de Bijou y restregarse contra ella, pero Bijou se mostraba evasiva ahora que su compañera se estaba poniendo salvaje. El hombre, inclinándose sobre ellas, empezó a manifestar inquietud. Quería arrojarse sobre las mujeres. Pese a que su rostro estaba sofocado, su compañera no se lo hubiera permitido.

De pronto, el vasco abrió la puerta y con una reverencia dijo:

–Buscabais a un hombre; aquí estoy.

Se deshizo de la ropa. Viviane lo contemplaba con agradecimiento y el vasco se dio cuenta de que estaba ardiente. Un par de virilidades la satisfarían más que aquella otra, atormentadora y huidiza. Se lanzó entre las dos mujeres. Mirara a donde mirase la pareja de extranjeros, ocurría algo que los cautivaba. Una mano separaba las nalgas de alguien y deslizaba un dedo inquisitivo. Una boca se cerraba sobre un pene saltarín y en posición de carga. Otra boca engullía un pezón. Los rostros eran cubiertos por senos o enterrados en vello púbico. Las piernas se cerraban sobre una mano escrutadora. Un reluciente y húmedo pene aparecía y se sumergía de nuevo en la carne. La piel marfileña y el cutis agitanado se ovillaban con el musculoso cuerpo del hombre.

Entonces sucedió algo extraño. Bijou yacía cuan larga era bajo el vasco, mientras que Viviane había sido abandonada por un momento. El vasco se hallaba a horcajadas sobre aquella mujer que florecía bajo él como una flor de invernadero, fragante, húmeda, con los ojos cargados de erotismo y los labios mojados; una mujer en plena floración, madura y voluptuosa. Su pene de goma aún permanecía erecto entre ellos, y el vasco fue presa de una rara sensación. Aquel miembro tocaba el suyo propio y defendía la abertura de la mujer como si fuera una lanza. Ordenó, casi furioso:

–Quítate eso.

La muchacha deslizó sus manos hacia la espalda, desató el cinturón y apartó la verga de goma. Entonces, el vasco se arrojó sobre ella y Bijou, sin soltar el pene, lo sostuvo por encima de las nalgas del hombre, que ahora la penetraba. Cuando se incorporó para arremeter de nuevo, la joven empujó el falo de goma entre las nalgas del vasco. Este brincó como un animal salvaje y la atacó aún más furiosamente. Cada vez que se alzaba, se veía atacado a su vez por detrás. Sintió los pechos de la mujer aplastados debajo de sí, apelotonándose bajo su pro­pio pecho, el vientre marfileño tornándose más pesado bajo el suyo, las caderas contra las suyas, y la húmeda vagina engulléndolo. Y siempre que Bijou hundía el pene en su compañero, él no sólo sentía su propia excitación, sino también la de ella. Pensó que aquella sensación por partida doble acabaría volviéndole loco. Viviane, acostada, los observaba jadeando. Los dos extranjeros, vestidos aún, cayeron sobre ella y la acariciaron con frenesí, demasiado confusos en sus salvajes sensaciones como para buscar una abertura.

El vasco se deslizaba adelante y atrás. La cama se agitaba con sus sacudidas. El y Bijou se agarraban y se juntaban, llenando todas las curvas de sus cuerpos, y la máquina del voluptuoso cuerpo de Bijou manaba miel. Los estremecimientos se extendían desde la raíz de sus cabellos hasta las puntas de los dedos de los pies. Estos se buscaban y se enredaban entre sí. Sus lenguas se proyectaban co­mo pistilos. Las exclamaciones de Bijou ascendían ahora en espirales sin fin –ah, ah, ah, ah–, aumentando, expandiéndose, haciéndose más salvajes. El vasco respondía a cada grito tan sólo con una inmersión profunda. Prescindían de los cuerpos que se retorcían junto a ellos. Ahora el vasco podía poseer a Bijou hasta la aniquilación, aquella puta con un millar de tentáculos en su cuerpo que se tendía primero bajo él y luego encima y daba la impresión de hallarse por todas sus partes, con sus dedos yendo de acá para allá y con los senos metidos en la boca del vasco.

Bijou gritó como si la hubiera matado, y se recostó. El vasco se puso en pie, ebrio y ardiente con su lanza todavía erecta, roja e inflamada. Las ropas desordenadas de la extranjera le tentaron. No se veía su rostro, oculto por su falda subida. El hom­bre yacía sobre Viviane, en un cuerpo a cuerpo. La extranjera estaba tumbada sobre ambos, moviendo las piernas en el aire. El vasco tiró de ella por los pies, con el propósito de hacerla suya, pero la mujer dio un chillido y se puso en pie.

–Yo sólo quería mirar –dijo, arreglándose la ropa.

El hombre abandonó a Viviane y, desgreñados como estaban, se inclinaron ceremoniosamente y se marcharon a toda prisa.

Bijou estaba sentada, riéndose, con sus ojos rasgados largos y estrechos.

–Les hemos proporcionado un buen espectáculo –le dijo el vasco–. Ahora vístete y ven conmigo. Te voy a instalar en mi casa y te voy a pintar. Pagaré a Maman lo que quiera.

Y se la llevó a vivir con él.

Si Bijou había creído qué el vasco se la había llevado a su casa para tenerla sólo para él, pronto quedó desilusionada. La utilizaba como modelo casi continuamente, pero por la noche siempre tenía amigos suyos artistas a cenar, y Bijou hacía entonces de cocinera. Después de cenar, la mandaba tenderse en el diván del taller, mientras él conversaba con sus amigos. Se limitaba a mantenerla a su lado y a acariciarla. Los amigos no podían dejar de observar. La mano del vasco circundaba mecánicamente los maduros senos. Bijou no se movía; echada, adoptaba una postura lánguida. El tocaba la tela de su vestido apretado como si se tratara de su cutis. La mano valoraba, tentaba y acariciaba: ora describía un círculo sobre el vientre, ora, de pronto, hacía cosquillas que la obligaban a retorcerse. O bien el vasco abría el vestido, sacaba un pecho fuera y decía a sus amigos:

– ¿Habéis visto alguna vez un pecho así? ¡Mirad!

Y ellos miraban. Uno fumaba, otro dibujaba a Bijou y un tercero hablaba, pero todos miraban. Contra el negro vestido, el seno, tan perfecto en sus contornos, poseía el color del viejo mármol marfileño. El vasco pellizcaba el pezón, que enrojecía.

Después cerraba el vestido de nuevo y tentaba a lo largo de las piernas, hasta que tocaba la prominencia de las ligas.


– ¿No están demasiado apretadas? Déjame ver. ¿Te han dejado marca?

Levantaba la falda y, cuidadosamente, retiraba la liga. Cuando Bijou alzaba la pierna hacia él, los hombres podían ver las suaves y brillantes líneas del muslo más arriba de la media. Luego se cubría de nuevo y el vasco reanudaba sus caricias. Los ojos de Bijou se empañaban como si estuviera bebida, pero dado que ahora hacía el papel de mujer del vasco y se hallaba en compañía de los amigos de éste, cada vez que la descubría, luchaba por volver a cubrirse, ocultando sus secretos en los negros pliegues de su vestido.

Estiró las piernas y se quitó los zapatos. El fulgor erótico que despedían sus ojos, un fulgor que sus pesados párpados no lograban ensombrecer, atravesaba los cuerpos de los hombres como si fuera fuego.

En noches como aquélla, el vasco no pretendía procurarle placer, sino que se dedicaba a torturarla. No quedaba satisfecho hasta que los rostros de sus amigos se alteraban y se descomponían. Bajó la cremallera lateral del vestido de Bijou e introdujo su mano.

–Hoy no llevas bragas, Bijou.

Sus amigos podían ver su mano bajo el vestido, acariciando el vientre y descendiendo hacia las piernas. Entonces se paraba y retiraba la mano. Observaban esa mano salir del vestido negro y cerrar de nuevo la cremallera.

En cierta ocasión, el vasco pidió a uno de los pintores su pipa. La deslizó bajo la falda de Bijou y la colocó contra su sexo.

–Está caliente –dijo el vasco–. Caliente y suave.

Bijou apartó la pipa, pues no quería que los circunstantes se percataran de que las caricias del vasco la habían puesto húmeda. Pero la pipa, al salir, puso de manifiesto este detalle: estaba como si la hubieran sumergido en jugo de melocotón. El vasco se la devolvió a su dueño, que de este modo recibió un poco del olor sexual de Bijou.


Delta de Venus
Anais Nin

6 comentarios:

  1. me ha gustado especialmente el papel dominador del vasco
    y la sumisión de Bijou

    y la pipa

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  2. Muy buenas, nos gustaria saber que tenemos que hacer para que nos añdas en tu directorio
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  3. Felicidades!!! Muy muy bueno!

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  4. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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